Homilía de Mons. Atilano Rodríguez, Obispo de Guadalajara

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PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO

Celebramos hoy la fiesta de la presentación del Niño Dios en el templo de Jerusalén para cumplir todo lo prescrito por la ley de Moisés. Jesús, además de ser presentado por sus padres a los pastores y a los magos en la humildad de nuestra carne y en la pobreza de Belén, ahora es presentado también en el templo de Jerusalén al pueblo creyente, representado por el anciano Simeón y la profetisa Ana.

Al tenerlo entre sus brazos, el anciano Simeón confiesa con profunda fe que ya puede descansar en paz porque sus ojos han visto al enviado de Dios, luz para alumbrar a las naciones y gloria de Israel. El Mesías, enviado por Dios para salvar a la humanidad, viene al mundo para iluminar con sus enseñanzas y con su testimonio el camino de cuantos creen en El hacia el encuentro pleno y definitivo con el Padre celestial.

Por decisión del papa San Juan Pablo II, celebramos también en este día la Jornada Mundial de oración por la Vida Consagrada. Siempre es justo y necesario dar gracias a Dios, pero de un modo especial debemos hacerlo en este año dedicado por la Iglesia a profundizar en el don, en el gran regalo de los consagrados y consagradas para la Iglesia y para el mundo. Este año, además, somos invitados a vivir esta celebración en el marco del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús y en el bicentenario del nacimiento de San Juan Bosco.

La contemplación de la vida de estos santos y de los fundadores de cada Instituto religioso es una invitación a renovar nuestra confianza en el Señor, al que le entregamos nuestras personas y a quien hemos elegido como luz para orientar nuestra peregrinación por este mundo. En ocasiones, todos podemos experimentar el desánimo y la desesperanza por la falta de vocaciones, por la inapetencia espiritual de tantos hermanos o porque no acabamos de superar nuestras rutinas y debilidades espirituales.

Cuando aparezcan estas tentaciones en el horizonte de nuestro camino, hemos de tener muy presente que seguimos siendo consagrados, es decir, personas elegidas por Dios para hacer presente su Reino en el mundo, para mostrar la luz de su amor y de su salvación a todo hombre. Por lo tanto, si Dios sigue creyendo y confiando en nuestra pobreza y en nuestras debilidades, ¿por qué no hacerlo también nosotros?.

Además, cuando analizamos la historia de la Iglesia, constatamos que los grandes místicos nos invitan siempre a no quedarnos únicamente con la visión de nuestros pecados y cansancios y nos animan a no encerrarnos en nosotros mismos o en nuestros lamentos, pensando en lo que tendría que ser pero no es. En cada instante de la vida, los santos nos invitan a potenciar lo positivo, lo hermoso, lo grande y a descubrir la belleza de nuestra vocación. Para ello es preciso que nos miremos siembre a la luz de la verdad, que nace siempre de la contemplación de Dios y de su Palabra.

Cuando nos miramos con los ojos de Dios, descubrimos que la grandeza de nuestra vocación y de nuestra consagración sólo es posible percibirla desde el interior. A veces resulta costoso llegar a este descubrimiento, porque nos vemos sólo desde el exterior, desde nuestros criterios o desde los criterios del mundo. Santa Teresa, maestra de oración y doctora de la Iglesia, nos dirá que ella llegó a descubrir el auténtico sentido de su consagración, después de 27 años de vida religiosa. Cuando pone la mirada en el interior y toma conciencia de la confianza que Dios ha depositado en ella al regalarle su amor infinito, entonces descubre que puede dar mucho fruto.

En este sentido, nos conviene recordar a todos las palabras del papa Francisco a los consagrados en la carta circular que os dirigía al comienzo de este año. “Al llamaros Dios os dice:¡Tú eres importante para mí, te quiero, cuento contigo!. Jesús a cada uno de nosotros nos dice esto. ¡De aquí nace la alegría!. La alegría del momento en el que Jesús me ha mirado. Comprender y sentir esto es el secreto de nuestra alegría. Sentirse amado por Dios, sentir que para Él no somos números, sino personas; y sentir que es Él quien nos llama”.

Con esta reflexión, el Papa quiere orientar la mirada de nuestra vocación hacia el fundamento espiritual de la misma para que reconozcamos lo que hemos recibido por gracia de Dios y por la libre respuesta personal. Ciertamente, en la vida cristiana y, por tanto en la vida consagrada, todo es gracia y don de Dios, pero esto exige que cada uno los agraciados estemos muy atentos para ofrecerle la acogida generosa y la respuesta amorosa que Él espera.

A pesar de nuestras múltiples limitaciones personales, comunitarias y sociales, para Dios seguimos siendo muy importantes. Por lo tanto, junto con la alegría de haber sido y de ser llamados en cada instante de la vida, hemos de renovar nuestra confianza y nuestra adhesión incondicional a Dios para que, a través de nuestra pobreza y pequeñez, siga haciendo maravillas a favor de tantos hermanos necesitados. Solamente Él puede suscitar vida, esperanza y amor en el mundo, pero para ello tenemos que dejarle actuar en nuestra pobreza y tenemos que seguir confiando en el cumplimiento de sus promesas.

No basta detectar nuestros fallos para avanzar en la vida espiritual. Esto es importante y necesario pero, para que nuestra vida adquiera la alegría y el dinamismo que debe tener, ha de beber de las fuentes de la oración, de la meditación de la Palabra y de la participación en los sacramentos. Pero, aún cuidando estos aspectos, hemos de asumir que la conversión plena a Dios no se produce de la noche a la mañana.

El cambio interior, la transformación de nuestra vida, requiere tiempo pues es un proceso largo. La solución no está en hacer más oración o más oraciones. Se trata de entrar en el verdadero espíritu de la oración, es decir, de tomar conciencia de a quien oramos y cómo realizamos nuestra oración. En otras palabras, podríamos decir que se trata de nuestra disponibilidad para ser verdaderos amigos de Dios.

Cuando oramos guiados por el Espíritu Santo, entonces caemos en la cuenta de que somos muy valiosos para el Señor y para el mundo, pero que aún podemos serlo más, si descubrimos en cada instante la presencia de Dios que nos habita y que tiene el poder de llenar de sentido nuestra existencia, si le dejamos a El llevar las riendas de la misma.

Santa Teresa, al descubrirse habitada por Dios, afirma: “La (vida) de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que empecé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía; porque entiendo yo era imposible salir en tan poco tiempo de tan malas costumbres y obras. Sea el Señor alabado que me libró de mí” (V 23, 1).

El camino para liberarnos de nosotros mismos, de nuestras limitaciones, consiste en coger a Jesús en brazos como el anciano Simeón, en reconocerlo vivo y presente en lo más profundo del corazón. De este modo, estaremos en condiciones de adorarlo como el único Señor de nuestras vidas y depositar en Él nuestra confianza. Así podrá sustentar nuestra vida, darle una nueva orientación y llenarla de sentido a pesar de las dificultades.

Los cristianos y, con más razón, los cristianos consagrados hemos de contemplar el presente y vislumbrar el futuro, mirándolo con los ojos esperanzadores de Dios, que jamás deja de salvar y de realizar su obra, contando con nuestra pobreza. Para ello necesitamos seguir poniendo los medios para que toda nuestra vida se convierta en oración, es decir, en ocasión “para tratar de amistad con Dios”.

En cada celebración eucarística se realiza este milagro. El Hijo de Dios viene a nosotros, para compartir nuestra condición humana, para ser nuestro amigo, para alentar nuestra esperanza, para curar nuestras tristezas, para iluminar las oscuridades del camino y para permanecer en comunión con nosotros para siempre. Que María y José nos ayuden a descubrir y acoger a Jesucristo como el único Señor y Salvador de nuestras vidas.

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